Democracia y PolíticaPolítica

Colombia: La paz sin mentiras

1471429036_822105_1471432470_noticia_normal_recorte1Hace algunas semanas, después de cuatro años de negociaciones intensas que han transformado a Colombia, el Gobierno del presidente Santos y la guerrilla de las FARC llegaron a un acuerdo de paz frente al cual, por una vez, no era exagerado echar mano del adjetivo “histórico”. Tiene un nombre portentoso —cese bilateral y definitivo del fuego y las hostilidades— que sin embargo no alcanza a describir su trascendencia. Al día siguiente de esa firma, por primera vez desde 1964, el país se despertó en una realidad cambiada: una realidad donde esta guerra, que ha dejado seis millones de víctimas entre muertos, heridos y desplazados, había terminado por fin. En un municipio de Antioquía se retiraron las trincheras que habían rodeado la comandancia de policía durante años; las regiones más golpeadas de otros tiempos llevan casi quince meses sin sufrir secuestros, ni tomas, ni reclutamientos forzosos. Si todo sale como se ha acordado, seis meses bastarán para que la guerrilla más antigua del mundo deje las armas de manera irrevocable (un éxito notable, teniendo en cuenta que el desarme les costó siete años a los irlandeses). Los acuerdos de Esquipulas, que terminaron con el conflicto centroamericano, son de los años ochenta; la paz entre las guerrillas marxistas y la monarquía de Nepal se firmó en 2006. Mi país es el último escenario de la Guerra Fría, y ahora tiene la oportunidad —nuevamente: histórica— de llegar al siglo en que esperan los demás.

Pero no va a ser fácil. Esta paz relativa (porque otros actores de la violencia persisten) depende de un plebiscito, todavía sin fecha, en que los colombianos deberán votar para aceptar o rechazar los acuerdos. Ahora bien, el plebiscito es un mecanismo incierto y frágil, como lo saben los británicos que ahora se asoman al despeñadero imprevisto del Brexit; pero fue la única manera que encontró el Gobierno colombiano de sosegar a la opinión pública frente a la cantidad inverosímil de calumnias, desinformación, mentiras y propaganda negra con que los enemigos del proceso de paz, tanto los que actúan dentro de la legalidad como los otros, intentaron desde el principio sabotearlo. Los principales agentes de esa oposición engañosa —que han ahogado a la otra oposición, la comprensible y necesaria— han sido los seguidores del expresidente Álvaro Uribe, cuya relación con la verdad ha sido siempre tenue. Los colombianos recuerdan todavía el incidente más escandaloso de las últimas elecciones, cuando el candidato de Uribe a la presidencia apareció en un vídeo conversando con un hacker contratado, según su propia confesión, para intervenir los correos electrónicos de los negociadores del Gobierno y desprestigiar el proceso de paz. Por comparación, lo demás parece tolerable: el bulo propagado por la cadena de radio uribista, según el cual Mario Vargas Llosa había condenado públicamente el proceso de paz (Vargas Llosa tuvo que desmentirlo); o los rumores de que el Gobierno está negociando el modelo de Estado, planeando abolir la propiedad privada o pagando un sueldo a los guerrilleros. Nada de eso es verdad; nada de eso es deseable, ni lo desea la mayoría de los que apoyamos el proceso.

Ha sido un espectáculo bochornoso, pero al cual parecemos acostumbrarnos. Hace dos años, Uribe publicaba en Twitter las 52 capitulaciones en que habría incurrido el equipo negociador del gobierno: todas las formas en que le habría “entregado el país” a la guerrilla. El portal lasillavacia.com, cuyo periodismo no ha abandonado la cordura y el buen oficio en medio de la borrasca de la desinformación, publicó un artículo en que desmenuzaba las acusaciones, las analizaba con rigor y llegaba a la siguiente conclusión espeluznante: de las 52, solo cuatro eran verdaderas de manera inapelable. El jefe del equipo negociador, Humberto de la Calle, tuvo que pedirle a la oposición que no dijera mentiras: las críticas al proceso de paz, dijo, eran bienvenidas, pero debían “corresponder a la verdad”. Y no era así: cualquiera que tuviera la paciencia de leer los documentos que los negociadores habían publicado se hubiera podido dar cuenta de ello. Pues bien, la cosa sigue igual dos años después. Las mentiras han calado en un electorado temeroso, han cobrado vida propia y hoy sobreviven a pesar de las pruebas en contrario que da el equipo negociador (por no hablar del sentido común) cotidianamente. La única diferencia entre una mentira y un gato, nos dejó dicho Mark Twain, es que el gato tiene solo siete vidas.

Pensando en eso, hace unas semanas entrevisté a Humberto de la Calle. Quería que me explicara las acusaciones que ha recibido el proceso. Hablamos, por ejemplo, de la impunidad que es esgrimida como principal objeción al proceso de paz. Entre todas, esta es la que responde a una inquietud más profunda y más emocional: en su medio siglo de existencia, las FARC han causado tanto dolor y tanto sufrimiento que a los colombianos les cuesta entender que no vayan a estar tras las rejas. Pero eso no significa impunidad, me explicó De la Calle, pues la amnistía solo se dará para quienes confiesen sus delitos y contribuyan con la reparación patrimonial a las víctimas: los demás irán a la cárcel. En cuanto a los delitos más graves, no habrá amnistía de ningún tipo. “Déjeme que lo diga bien claro”, me dijo De la Calle. “Esto es inédito. Una conversación sobre un conflicto en la cual una guerrilla dice que sí, que los responsables de crímenes internacionales deben responder, así sea a través de justicia transicional… eso es único”. De esa conversación de tres horas salió una conclusión sencilla: la única solución es decir la verdad, aunque la gente se tape las orejas.

Sea como sea, los colombianos nos enfrentamos a la oportunidad irrepetible de cerrar un largo capítulo de violencia que nos ha marcado a todos: son pocos los adultos que recuerdan los tiempos remotos en que no nos estábamos matando. Nos hemos acostumbrado al conflicto; y esa costumbre ha producido una situación viciosa en que a muchos les parece mejor la certidumbre de la guerra —con sus reglas claras y sus riesgos predecibles, con muertos que pondrán otros, con sus rutinas de odio y sus enemigos bien definidos— que la incertidumbre de la paz. La decisión que ahora se nos viene encima exigirá de nosotros, los ciudadanos, responsabilidades inéditas. La principal, quizás, será paradójicamente la más sencilla: la de informarnos bien. Para eso habrá que buscar, en la maraña de la demagogia de la derecha y de los populismos de izquierda, los recursos más bien escasos de la verdad, la sensatez y la magnanimidad. Yo, por lo pronto, espero que estemos a la altura del momento.

Juan Gabriel Vásquez es escritor.

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